martes, 5 de enero de 2016

CONTRA EL CONSENSO III

Este es el tercer artículo en contra del consenso, los otros dos están aquí y aquí, que nos está llevando no solo a hacer de la crisis económica un obstáculo insalvable, sino que está acabando con el Partido Popular por traicionar a sus votantes y abandonar sus principios.



Explicaba Margaret Thatcher, a propósito de su llegada al Gobierno en un momento en el que no sólo Reino Unido sino el mundo entero se hallaba incurso en una gran recesión, que lo tentador habría sido gobernar a la defensiva mediante una “política de falsa prudencia”, lo que habría implicado no recortar los impuestos sobre la renta cuando los ingresos caían abruptamente; no eliminar el control de precios a pesar de que la inflación se disparaba y alcanzaba cotas superiores al 10% anual; no eliminar las ayudas industriales ante la creciente recesión; y no meter en vereda al sector público cuando el sector privado, muy debilitado, era incapaz de crear empleo.

Sin embargo, la hoja de ruta que Thatcher y sus colaboradores habían preparado trabajosamente durante años desde la oposición era incompatible con la política de la falsa prudencia. Y claro, aquellas condiciones económicas tan adversas con que Thatcher se topó al llegar a Downing Street redujeron ostensiblemente la velocidad a la que esperaba regenerar el Reino Unido. De hecho, inicialmente parecieron agravar la crisis. Pero esas adversidades fueron una motivación añadida que le hizo redoblar sus esfuerzos. “Estábamos remontando contra corriente y tendríamos que esforzarnos mucho si queríamos llegar a la cima”, escribiría más tarde.

Tras no pocas lágrimas, sudores y esfuerzos, los británicos finalmente no sólo superaron la crisis sino que salieron reforzados de ella. En realidad, Margaret Thatcher hizo mucho más que revertir la imparable decadencia de Reino Unido: evitó la catástrofe.

Aunque la cuestión no es valorar la idoneidad de las políticas que la “dama de hierro” aplicó para rescatar a Reino Unido de su crisis más grave desde la Gran Recesión, cabe recordar que al final de la década de los 70 lo que se demostró inservible fue el colectivismo, aunque, por lo que parece, muchos de nuestros jóvenes lo desconozcan y no pocos mayores lo hayan olvidado. Sin ir más lejos, valga como dato que en Reino Unido el tipo máximo impositivo era por aquel entonces ni más ni menos que del 83% y el mínimo del 33% (sin exenciones), que el sector público se expandía sin control desde el final de la Segunda Guerra Mundial, que los dogmas de la izquierda fiscalizaban todas y cada una de las decisiones políticas de los sucesivos gobiernos y que, en la práctica, la socialdemocracia –y depende de en qué materias, el socialismo puro y duro– se había institucionalizado. Y sin embargo, los británicos cada vez vivían peor.

Pero más allá del debate sobre la implementación de determinadas reformas estructurales, lo verdaderamente importante, lo que marcó la diferencia, fue que Thatcher identificara el consenso como el más peligroso sucedáneo de la política. Ese es, quizá, su más importante legado. Y tenía razón. El consenso, tan estúpidamente sacralizado, no es más que un recurso que permite a los políticos soslayar, de común acuerdo, cuestiones en las que sus diferencias ideológicas –o de intereses– son insuperables. Mediante este subterfugio, vendido como la quintaesencia de la prudencia, la clase política procrastina los problemas y los deja macerar hasta que se vuelven irresolubles.

En dirección contraria

Salvando las enormes diferencias entre España y Reino Unido, especialmente en lo referente a la calidad institucional, la preparación e integridad de la clase política, la vertebración de la sociedad civil y la capacidad de las élites, no cabe duda de que la pasada legislatura ha sido el paradigma de esa política de falsa prudencia de la que Thatcher renegó desde el mismo instante en que pisó Downing Street. Exceptuando los ajustes “impuestos” por Bruselas (ajustes que, por otro lado, se han demostrado coyunturales y no estructurales), en todo lo demás Mariano Rajoy, y su comando de abogados del Estado, cuya visión leguleya del mundo es incompatible con la prosperidad, ha gobernado en dirección contraria, abrazándose a la política de la falsa prudencia como un borracho se abraza a una farola.

Rajoy no sólo no redujo los impuestos sino que llevó a España a ser el tercer país de Europa en esfuerzo tributario. No sólo no puso coto al sector público sino que, mediante diferentes argucias presupuestarias, primero lo mantuvo y después lo expandió. No sólo no desmontó los entramados burocráticos que atenazaban la generación de riqueza sino que llenó de excepciones ininteligibles una legislación ya de por sí inescrutable para el más avezado asesor. No sólo no alivió de cargas al sector privado sino que se aseguró concienzudamente de que el brutal ajuste que supuso la crisis recayera íntegramente sobre quienes habitaban en él. Y lo peor, no sólo no reformó un modelo político agotado y extraordinariamente ineficiente, auténtica prima de riesgo de España, sino que lo dejó con la espoleta cebada.

Pese a todo, Rajoy no es más que el tapón al final de un cuello de botella. El auténtico problema es este régimen basado en el consenso, donde no hay lugar para las convicciones y en el que todos luchan para insertarse en el sistema, no para cambiarlo.

Régimen responsable, entre otras cosas, de que la sostenibilidad de las pensiones haya sido sistemáticamente aplazada, hasta que se ha resuelto en falso estableciendo un mecanismo de ajuste automático que hará que los ingresos de los futuros pensionistas, supeditados como están a la curva demográfica, a la ocupación y a los salarios, sean cada vez más insignificantes. Como también es responsable de que el modelo educativo español no se pueda reformar; o de que la cuestión territorial no se sometiera a criterios de eficiencia, se dejara pudrir y haya devenido en este secesionismo falsario, esperpéntico e interesado; o que los burócratas, con su pensamiento estrecho, hayan acaparado la política y, en consecuencia, la libertad económica no haga más que menguar.

El Confidencial 05.01.2015

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