domingo, 11 de enero de 2015

CONTRA EL CONSENSO II

Desde que tengo uso de razón, he escuchado a políticos de uno y otro signo apelar al 'consenso' como medio para alcanzar la concordia y la paz social; pero lo cierto es que la búsqueda y aplicación del consenso no ha hecho sino alimentar la demogresca. ¿Cómo se puede explicar este fenómeno tan paradójico?
Se puede explicar si aceptamos que la propia razón de ser del consenso político no es otra sino destruir el consenso social, impedir que la comunidad humana comparta convicciones y certezas sobre las cosas, en especial sobre aquellas que son más necesarias para su supervivencia; pues es, precisamente, de esta desintegración social de donde extrae su vigor. Para alcanzar su fin último de destrucción de la sociedad, el consenso político (utilizaremos siempre el término 'consenso' en un sentido sarcástico) borra de las conciencias la noción de 'bien común', sustituyéndola en teoría por la más utilitarista de 'interés general' (que, en realidad, no es sino lo que interesa al consenso) y en la práctica por una olimpiada de libertades y derechos (en su mayoría puramente retóricos y solo efectivos cuando, además de resultar baratos, facilitan la desintegración social, como ocurre con los derechos de bragueta) que, a la postre, se resumen en una búsqueda del egoísmo personal, sin interferencias externas. Esta 'libertad negativa' (empleamos la expresión en su significado político más elemental, sin intención peyorativa) produce una sociedad desvinculada, obsesionada por la satisfacción de intereses personales, una mera agregación amorfa de individuos que rompen todos los lazos morales e históricos que antaño los ligaban.
Una vez lograda esa agregación amorfa de individuos egoístas, el consenso político introduce en las conciencias una visión movilista del mundo. Se trata de una aplicación de la filosofía hegeliana, según la cual todo lo que existe deviene, se halla en constante fase de mutación; de tal modo que resulta imposible mantener convicciones firmes y estables sobre las cosas. Por supuesto, este devenir siempre se considera benigno, provechoso y fecundo, aunque sea un devenir sin sustancia, sin rumbo y sin término (o precisamente por ello mismo, pues al sistema le interesa que la gente pierda el sentido de la orientación, a la vez que se ensimisma en sus libertades y derechos); y recibe el nombre eufórico de 'progresismo'. Tal devenir exigirá, para realizarse plenamente, que ninguna realidad permanezca inalterada, empezando por la olimpiada de libertades y derechos, que siempre se ampliará a nuevas modalidades, pues los llamados 'derechos humanos' no son un sistema cerrado de principios absolutos (por mucho que algunos ilusos se empeñen irrisoriamente en afirmar que son una plasmación de la ley natural), sino una expresión de esa visión dinámica propia del movilismo.
Pero la sociedad, aunque convertida en agregación amorfa de individuos egoístas que se deja arrastrar por las corrientes del movilismo, suele presentar reductos de resistencia, núcleos minoritarios (¡pero molestísimos!) de gentes antediluvianas que se empeñan en creer que las convicciones pueden ser definitivas. El consenso político, que no tiene otro fin sino el control oligárquico del poder y su reparto por turnos o parcelas entre los diversos negociados de derechas e izquierdas, necesita anular la resistencia de tales indeseables. Para lograrlo, admite en el club (¡y abraza amorosamente, como hijos nutridos en sus pechos que son!) a nuevas facciones políticas dispuestas a echarse al monte, que rinden al 'consenso' dos impagables servicios: por un lado, amedrentan a la gente más impresionable (¡que viene el coco!), que con tal de impedir el acceso al poder de esa facción montaraz cede en sus convicciones (ya nunca más definitivas), votando a quien sabe que no las defiende; por otro, la facción montaraz, al incorporarse al consenso político (como termina haciendo, para disfrutar de sus pitanzas), permite acelerar el devenir.

El consenso se presenta siempre como un recurso salvífico, aunque solo sea una síntesis caprichosa que, a la vez que finge corregir excesos (pero, como bien enseña el movilismo, lo que hoy parece excesivo mañana será normal), consigue que los elementos más refractarios (¡inmovilistas que acceden el meneo!) abandonen sus convicciones y hasta acaben avergonzándose de ellas. Por supuesto, una vez que ha logrado destruir la comunidad de los hombres, el consenso brindará a la masa amorfa, a través de sus negociados de izquierda y derecha, discrepancias menores, para que la demogresca, que es el caldo de cultivo del consenso, no decaiga.

Juan Manuel de Prada en ABC - XL Semanal

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